Mi escritorio en el balcón

Por San Martín

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Gallo Mañanero estiró sus entumecidas alas, llenó de aire el abdomen, lo soltó despacio, expandió el pecho, aclaró la garganta y acto seguido entonó la famosa aria “Quiquiriquí”, compuesta en tiempos remotos por autor desconocido, para anunciar el comienzo de la jornada antes de encender la luz del gallinero.

—Vamos, holgazanas, es hora de levantarse —gritó con autoridad.

—Un ratito más, por favor —suplicaron algunas pollitas acomodadas entre virutas de periódico y madera, desconocedoras de que pronto las abrazaría un sueño eterno.

—¡Qué alivio poder levantarse! —exclamó Pollastra Clueca— tengo mis partes en carne viva.

La casa echó a andar. En el cobertizo, Podenco Cazador alargó sus patas delanteras, escarbó con las traseras, se desabrochó las orejas y recompuso su figura para después hociquear donde dar alivio a la vejiga; entre la paja, Morrongo Bigotón roncaba al compás de la respiración de sus siete vástagos acurrucados a su barriga cuando un zarandeo, de sobra conocido por él, le sacó del limbo.

—¡Arriba, dormilón! ¿No has oído al gallo? Hoy es un día especial. Vaya un ejemplo para tus hijos. ¡Todos arriba, vamos! —maulló Miza Bigotón, provocando la desbandada entre los mininos que corrían de un lado para otro como pollos sin cabeza.

En la cocina, doña Utensilia Lozana anunció una inspección sorpresa a efectos de comprobar el aseo y disposición para el trabajo de sus milicias. En formación se fueron colocando los Barreños —cada vez más orondos—, los Palanganas, los Jofainas-Santa Clara —tan exquisitos ellos—, los Platos —cada uno de su padre y de su madre, eran un grupito que siempre mostró inclinaciones promiscuas—, los Azúcares, los Sal-Pimienta y sus primos los Especieros y, por último, los Tinajas que, como era habitual, llegaban los últimos. A continuación, aunque no era de su competencia y por hacer un favor a una compañera, se encargó de revisar a los Cuchariles, un heterogéneo conjunto reunido de acá, allá y más abajo entre las distintas ramas del árbol genealógico. En conclusión, comprobado que todo estaba en perfecto orden de revista, pasó a ver qué hacían las Cafeteras y los Aguardientes, qué trajinaban entre risas y jolgorio, cerca de los fogones.

En la leñera los Piornos y las Jaras discutían por cómo debían colocarse en la cama, quiénes encima y quiénes debajo; una discusión bizantina que llevaban a cabo más por deporte que por necesidad, pues el resultado siempre era el mismo: terminaban mezclados.

En el corral, Navaja Albaceteña se sometió de buen grado al agua que cauterizaría la herida del esmeril. Presa de su dueño, empapada en el sudor de manos curtidas en la supervivencia, sin otra opción que acatar su voluntad, se preparó para cumplir con la responsabilidad que le sería encomendada algo más tarde.

Al mismo tiempo, Chancho Montanero, ya olvidada la pérdida de su virilidad, engullía con gula el desayuno a base de berzas, coles de Bruselas, manzanas y pastel de bellota de encina con el que aquella mañana le habían agasajado. Al terminar, tras un baño en el barrizal de la cochiquera, se despidió de los suyos. Escoltado por los Mastines, fue sacado al corral donde el silencio y la mirada respetuosa de los presentes le acompañó hasta una gran mesa de madera junto a un montón de retamas, a la que fue inmovilizado. No se resistió. Hacerlo hubiera supuesto un innecesario retraso en su tránsito hacia la inmortalidad. Le esperaba, dispuesta a desempeñar su papel, la Navaja.

—Sé precisa, te lo ruego —solicitó, sabedor de su final. Y se dejó morir.

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