Artemio, Artimio, Artemiso o como quiera que se llamara aquel tipo que cuando le preguntaban por su nombre respondía según el nivel de los vapores del alcohol que su cuerpo y su mente destilaban en ese momento, desapareció un día sin anuncio previo de las apariciones que cada tarde, cada noche, y más de madrugada, tenían llamamiento en La Parroquia.
A nadie le importó demasiado su no comparecencia, la verdad sea dicha, pues Artemio, Artimio o Artemiso, era más de segunda convocatoria que de llegar a rebato. Tampoco era imprescindible. Nadie lo es. Las faltas a recuento de ánimas penitentes salvo alguna que otra pregunta al barman, «Fulano, ¿dónde anda el escribidor?», tiraban más por el quedar bien que por el interés en el parroquiano desaparecido. Cada cual tenía sus cuitas por resolver.
Y Fulano o como quiera que fuera bautizado que a aquellos tipos ni les importaba ni les dejaba de preocupar, se encogía de hombros mientras limpiaba con el trapo de la vida los vasos en los cuales los fieles pretendían engañar al destino, las amarguras, soledades, tristezas, agonías etílicas y alguna que otra alegría que, a precio de saldo de fin de mes para cuadrar las cuentas les ofertaba Maru, la puta.
Maru, una más de aquel rebaño de abandonados de la subsistencia, era comulgada por todos. Esconde el acervo colectivo, que una noche en la que tres señoritos jateados de segoviano y faltos de respeto por el prójimo se atrevieron a humillarla relucieron en la penumbra las albaceteñas y en virtud de la honra de una de los suyos, hicieron sangre.
Artemio, Artimio, Artemiso o como quiera que se llamara aquel fulano, acostumbraba a sentarse en una mesa en el rincón más alejado de la barra. Café solo y vaso de aguardiente. Observaba. No hacía comentarios salvo que le incomodasen las conversaciones de los parroquianos y, de vez en cuando, escribía en una libreta de hojas cuadriculadas cuanto acontecía ente aquellas paredes donde la vida tenía la vergüenza de ser diferente a lo que sucedía afuera. Miserias, esperanzas, lujuria contenida en sueños rotos por amaneceres que llegaban antes de tiempo, dejadez que fomenta el pasar de los años, flacidez de miembros, vigilias, orgullos y esperanzas sin estación final entre los efluvios del alcohol. Todo tenía cabida en sus cuadernos. Sin juzgar ni tomar partido.
Maru se fijó en él, ¡cómo no hacerlo!, en cuanto apareció en La Parroquia. Una aguja en pajar ajeno. Distante, huidizo, observador, poco dado a entrar en disquisiciones forasteras, con una mirada limpia que no se columpiaba en caderas, vientres o pechos ajenos, Artemio, Artimio o Artemiso, era un raro espécimen en aquel mundo de supervivientes. Observaba, leía cada día su libro, sonreía según se terciara, no mucho, y anotaba cuanto le parecía digno de guardar para tiempos venideros.
Entre ellos surgió, por necesidad que no por afinidad, una conexión especial. A todos les parecía. A la menor oportunidad ella se acercaba a su mesa y buscando un pretexto iniciaba una conversación que, en la mayoría de las veces dada su carencia en términos conversacionales, se anclaba en las primeras palabras. Él le sonreía. Le animaba a continuar. Se guardaba de corregir sus expresiones y le obsequiaba con delicadeza.
—Lo que usted dice es muy interesante.
—No sé si lo digo bien. Me faltan palabras.
—Lo importante, señora, es la intención no la dicción.
A Maru el desconcierto le superaba. La confundía. Le atemorizaba lo que sentía. Nadie le había tratado de usted. De señora. Con respeto. Maru no alcanzaba a digerir esos sentimientos encontrados que le negaban el descanso. Artemio, Artimio, Artemiso o como quiera que se llamara aquel fulano, percibía que su cuerpo acostumbrado desde ni cuando recordaba la memoria a reprimir estímulos, se rebelaba. Quería sentirla. Por encima de miedos, de cuitas, de prejuicios, de lo que fuera. Él sabía que allí no era más que un extraño que estaba de paso. Un fuera de lugar.
—Venga usted conmigo —le propuso una noche.
—¿A dónde?
A las tres de la madrugada, tal como estaba establecido en el horario del ferrocarril, el convoy hizo su entrada en la estación. Quince minutos para la bajada y subida de viajeros. Artemio, Artimio, Artemiso o como quiera que se llamara aquel fulano, encendió un cigarro, se guarneció del frío y la humedad en su abrigo de paño, se caló el sombrero y esperó. El jefe de estación levantó el banderín dando licencia al tren. En La Parroquia los feligreses sazonaban sus cuitas en alcohol.
Artemio, apuró el café, dejó intacto el vaso de aguardiente, arrojó el paquete de cigarrillos a la papelera y se dirigió a la salida. En el andén se refugio en su abrigo de paño, se caló el sombrero y volvió sobre sus pasos. Durante el camino de vuelta inventarió las veces que había compartido agua y alpiste con quien no le merecía. Por costumbre echó la mano al bolsillo buscando el consuelo del cigarro y extrañó el sabor del aguardiente. Las decisiones se toman y se acatan, se dijo a sí mismo. No hay vuelta atrás, aunque duela.
A la altura de La Parroquia observó desde la acera el trasiego de los feligreses más habituales que con Maru al frente del cotarro se afanaban en colgar guirnaldas, bolas de colores, espumillones, estrellas fugaces y figuras de chocolate en un árbol artificial que, con seguridad, habían comprado entre todos a escote.
Observó cómo Fulano o como quiera que hubiera sido bautizado, servía cava de a granel en vasos reutilizables de plástico. Todos reían. Saboreaban el obsequio del bienestar con envoltura etílica que, como excepción por aquello de asegurarse ingresos futuros, esa noche en la que la vida había tenido la vergüenza de quedarse afuera, les resultaría gratis.
—Invita la casa.
—Otra ronda, Fulano, que esta noche es nochebuena y mañana Navidad.
Aquel rebaño de abandonados de la subsistencia que no había pisado iglesia desde la pila bautismal, querían celebrar, celebraban de hecho, una jornada propicia para el alboroto, cantares, comida y bebida en desmesura y vacíos deseos de felicidad. Olvidar por unas horas que el año tiene muchos días, semanas, meses en los que sin remisión volverían a tener que bregar con sus cuitas. Con sus silencios, ausencias, amarguras, engañando al destino en los vasos que Fulano o como quiera que hubiera sido bautizado, les serviría cada tarde y cada noche.
Artemio no perdía detalle del comportamiento de cada parroquiano. Les conocía en sus más íntimos detalles. Les había observado durante horas desde la mesa más alejada de la barra. Había escuchado sus conversaciones, sus discusiones sobre temas intrascendentes que a ellos les parecían de suma importancia. Les apreciaba.
Terminaron de vestir el árbol. Todos celebraban, vaso de plástico en mano, su buen hacer. Fulano, el barman, servía cava de a granel. Jolgorio, humo de tabaco, música de belenes, pastores, burras, vírgenes, montañas oscuras y peces en el río.
Maru miró a través de la ventana y le vio. Plantado en la acera. Reprimió una exclamación y zafándose de unos y otros salió a la calle.
—Verás…, creo que te debo una explicación.
—No. Te la debes a ti.
Artemio, se subió el cuello del abrigo, hizo un ademán de buscar un cigarro inexistente en el bolsillo, extrañó en su garganta el sabor del aguardiente, esbozó una sonrisa amarga, se tocó el sombrero y comenzó a andar calle abajo.
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