Saturia Morcuende, estaba disgustada. La llamada telefónica de la noche anterior le había dejado un regusto amargo. No tenía por costumbre percibir que sus regalos fueran rechazados. Mucho menos por un niño de dos, tres, cuatro años, o los que tuviera, que ni lo sabía, ni le importaba.
—¿Dónde se ha visto que una madre deje que su hijo juegue explotando las burbujas del plástico, con lo que me ha costado el regalo? —mascullaba mientras se dirigía hacia esa pequeña juguetería que tanto le llamaba la atención y cuya primera experiencia de compra no había resultado de su agrado.
Sentía la imperiosa necesidad de desahogarse con la dependienta. De poner las cosas en su sitio.
Como había hecho la primera vez, escudriñó a través del escaparate antes de entrar. Allí estaba ella atendiendo a una señora, con el mostrador repleto de cajas de animales magnéticos, puzzles, banderas, cometas, y lo que le pareció un cofre con insectos pintados en el lateral.
—¡Por favor…!, qué poca imaginación tiene esta chica. No tiene ni idea de lo que son los juguetes de toda la vida para niños y niñas.
Entró y se dirigió hacia una de las estanterías laterales evitando ser vista. Esperando a que la clienta se marchara. La conversación que pensaba tener con la dependienta no necesitaba público. Era algo personal y Saturia había sido educada en la certeza de que las cuestiones personales cuanta menos gente las supieran mejor.
—¿Tú crees que este juego de los animales le gustará? —preguntó la clienta.
—Usted ha comentado que es una niña muy sociable y el Animalea es ideal para jugar con otros niños. Es un juego sencillo que le enseñará a respetar las normas mientras se divierte. Y también aprenderá que en la vida unas veces se gana y otras se pierde.
—¿Y este de las banderas?
—El Banderea es similar, pero más apropiado para niños que ya tienen nociones de geografía, que conocen los países y sus banderas. Un juguete tiene que servirles para entretenerse, que le resulte divertido aprender, que les ayude a crecer, pero es muy importante tener en cuenta su edad y su desarrollo escolar. Me ha dicho usted que tiene seis añitos, ¿verdad?
—Sí. Seis años va a cumplir. Se llama Aurora. Es muy aplicada en el colegio y le encanta disfrazarse con ropa de su madre.
—Sí, disfrutan imitando a los adultos. Les ayuda a comprender mejor el mundo que les rodea. Con mi hija jugamos a los restaurantes. Ella es la camarera, su padre el cocinero y yo la clienta. Así, jugando, le enseñamos que todos tenemos un lugar en la vida y que todos somos importantes.
—Qué divertido debe ser.
—Mucho, se lo aseguro. Es una maravillosa responsabilidad formar parte de su desarrollo como personas, verlos crecer y descubrir el mundo, acompañarlos en su viaje hacia la edad adulta. Son esponjitas que todo lo absorben.
—Es cierto lo que dices. Te lo aseguro por experiencia. Como niños necesitan comprender su entorno. Y lo más importante, creo yo, es ser comprendidos en su crecimiento a través del juego. Un crecimiento del que su cerebrito no es consciente, pero que está ahí —respondió la clienta con una sonrisa.
—¿Qué le parece esta pizarra mágica? —preguntó Carmen— Con ella podrá hacer sus dibujos de colores y tiene una luz para mostrarlos por la noche. Es un juguete ideal para los viajes.
—Me gusta más el de los animales. Me lo llevo.
—Estupendo. ¿Se lo envuelvo para regalo?
Saturia, que se había cambiado de sitio para escuchar mejor la conversación, estaba a punto de saltar. ¡Cuánta tontería, Señor!, a una niña, se le regala juguetes de niñas: muñecas, cocinitas, una tabla de planchar…, que le sirvan para cuando sea mujer. ¿A qué viene tanto discurso? —pensaba irritada.
—Buenos días, señora, nos visita usted otra vez —dijo Carmen al ver a Saturia medio escondida detrás del Bosch Workshop.
—Buenos días.
—Observo que está junto al taller de herramientas. ¿Le gustó al niño?
—¡Le encantó!, por supuesto.
—¿En qué puedo ayudarla?
—En nada. Solo vengo a decirte que el próximo regalo que envíes por mi cuenta, no lo envuelvas en plástico con burbujas.
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